Existen numerosas evidencias que demuestran que la Revolución rusa de 1917 fue financiada por la banca internacional liderada por el poderoso sindicato de banqueros judíos instalados en Wall Street y Londres.
El influyente Rabino Wise declaraba lo siguiente en el New York Times del 24 de marzo de 1917: «Creo que de todos los logros de mi pueblo, ninguno ha sido más noble que la parte que los hijos e hijas de Israel han tomado en el gran movimiento que ha culminado en la Rusia Libre (¡La Revolución!)».
Asimismo, del Registro de la Comunidad Judía de la ciudad de Nueva York, se extrae el siguiente texto:
«La empresa de Kuhn-Loeb & Company sostuvo el préstamo de guerra japonés entre 1904 y 1905, haciendo así posible la victoria japonesa sobre Rusia… Jacob Schiff financió a los enemigos de la Rusia autocrática y usó su influencia para mantener alejada a Rusia de los mercados financieros de los Estados Unidos».
En 1916 se celebró en Nueva York un congreso de organizaciones marxistas rusas. Estos gastos fueron sufragados por el banquero judío Jacob Schiff. Otros de los banqueros que asistieron e hicieron generosas donaciones fueron Felix Warburg, Otto Kahn, Mortimer Schiff y Olaf Asxhberg.
Sin embargo, según la historia oficial que se enseña en las escuelas y en las universidades se asegura que las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia se debieron a un minúsculo grupúsculo de revolucionarios marxistas que, liderados por Lenin y Trotsky lucharon heroicamente contra la opresión y la tiranía zarista logrando alcanzar el poder e implantar un sistema, el marxista, que había sido diseñado por un judío alemán varias décadas antes para ser implantado en la Alemania industrializado, y no en la paupérrima Rusia rural y desindustrializada. Consecuencia: la revolución marxista creó más miseria y desheredados que el propio sistema que pretendía erradicar.
Para toda empresa, incluida la implantación del marxismo, se necesita mucho dinero, un dinero cuya procedencia jamás aclararon los líderes del marxismo. Sin dinero e influencias no se puede lograr nada.
Sabemos que durante la guerra de Crimea (1853-1856) James Rothschild se ofreció muy gentilmente para su financiación y que la emperatriz Eugenia de Montijo intercedió en su favor para convencer al emperador francés Napoleón III. Gracias a esto, Rothschild consiguió un doble objetivo: accedió al consejo de administración del Banco de Francia, y logró infligir un serio revés al zar, considerado ya entonces el tiránico opresor de los judíos. El duque de Coburgo cuenta esto en sus memorias:
«Esta actitud hostil [contra el zar] debe atribuirse a que los israelitas sufrían una particular opresión en Rusia».
Muy caro le iban a costar a Francia sus negocios con los Rothschild. Más tarde, la élite financiera judía logró aislar diplomáticamente a Rusia, mientras, a través de la banca Kuhn-Loeb y Cía. de New York, cuyo jefe era Jacob Schiff, agente de Rothschild, financió al Japón en 1905 y se ocupó de que el resto de banqueros del sindicato internacional no concediesen créditos a Rusia para seguir adelante con la guerra, lo que provocó la derrota rusa y la consiguiente revolución que se desató en 1905.
Otra vez se había aplicado la fórmula Rothschild de cerrar el grifo del crédito al gobierno que le interesaba derrocar, y concederlo al que convenía potenciar para eliminar al primero. Aquella línea de crédito abierta por la banca judía al Japón le sirvió para modernizar su Ejército y su Armada, cuyo expansionismo culminaría con la invasión de China en 1937 y, posteriormente, con su intervención en la Segunda Guerra Mundial contra Estados Unidos y Gran Bretaña, los mismos países que le habían financiado a partir de 1905 para vencer a los rusos, y en 1914 para frenar el expansionismo alemán en el Extremo Oriente.
Hacia esa época, durante la breve guerra ruso-japonesa de 1905, y la sangrienta revolución que agitó el imperio ruso, hizo su aparición en escena un tal Leiba Davidovich Bronstein, alias León Trotsky, que es encarcelado y logra huir de Siberia para residir después en Suiza, París y Londres donde conoce a otros refugiados como Lenin, Plejanov y Martov. Así lo cuenta el propio Trotsky en su autobiografía:
«He vivido exiliado, en conjunto, unos doce años, en varios países de Europa y América: dos años antes de estallar la revolución de 1905 y unos diez después de su represión. Durante la guerra, fui condenado a prisión por rebeldía en la Alemania gobernada por los Hoehenzollern (1905); al año siguiente fui expulsado de Francia y me trasladé a España, donde, tras una breve detención en la cárcel de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la atenta vigilancia de la policía, me expulsaron de nuevo y embarqué con rumbo a Norteamérica. Allí, me sorprendieron las primeras noticias de la revolución rusa de febrero [1917]. De vuelta a Rusia, en marzo de ese mismo año, fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un campo de concentración en Canadá. Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y en ambas ocasiones fui presidente del Soviet de Petrogrado. Como hijo de un terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de los privilegiados que al de los oprimidos. En mi familia y en la finca se hablaba el ruso ucraniano. Y aunque en las escuelas sólo admitían a los chicos judíos hasta un cierto cupo, por cuya causa hube de perder un año, como era siempre el primero de la clase, para mí no regía aquella limitación».
Resulta que en ese período tan convulso de la historia, Trotsky se convierte en un hombre de élite, regresando a Rusia casado con la hija de Givotovsky uno de los socios menores de los banqueros Warburg, socios y además parientes de Jacob Schiff, de ahí que Trotsky se convierta en el principal revolucionario de 1905. La conexión de Trotsky con la revolución bolchevique se realiza gracias a la mujer de Lenin, Krupsakaya. Tanto peso tenía esta mujer que el movimiento bolchevique que Trotsky señala su trabajo en el exilio. Por supuesto que, del misterioso origen de sus fuentes de financiación, no se dice ni una sola palabra:
«Lenin había ido concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nereida Kostantinovna Krupsakaya. La Krupsakaya era el centro de todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas, cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi siempre a papel quemado, a causa de las cartas y papeles que constantemente había que estar haciendo desaparecer».
Los banqueros judíos también apoyaron a la URSS durante la Guerra Fría, tanto económica como tecnológicamente, gracias al traspaso de patentes e información técnica. Del mismo modo que llevan dos décadas apoyando y favoreciendo de todas las maneras imaginables al Régimen comunista chino.
Mientras las potencias occidentales se gastaban miles de millones de dólares en armarse contra el enemigo soviético, los especuladores controlaban a los dos bandos, como ya lo habían hecho durante las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial. Su táctica era infalible. Ganara quien ganara, ellos nunca saldrían perdiendo. Veamos algunos ejemplos concretos sobre esta cuestión:
Después de la Revolución bolchevique, la Standard Oil, unida a los intereses de los Rockefeller, invirtió millones de dólares en negocios en la URSS. Entre otras adquisiciones, se hizo con la mitad de los campos petrolíferos del Cáucaso.
Según informes del Departamento de Estado norteamericano, la banca Kuhn-Loeb financió los planes de recuperación de los bolcheviques durante los cinco primeros años de la Revolución (1917-1922).
El ex director de cambio y divisas internacionales de la Reserva Federal admitió en una conferencia pronunciada el 5 de diciembre de 1984 que la banca soviética influía enormemente en el mercado interbancario a través de determinadas empresas “análogas” estadounidenses. Asimismo, los soviéticos se aliaron en 1980 con grandes empresas occidentales para controlar el mercado mundial del oro.
Según se desprende de documentos del FBI desclasificados y del Departamento de Estado norteamericano, apoyados por documentos del Kremlin filtrados tras la caída de la URSS (1991), el magnate Armand Hammer financió y colaboró desde los primeros años de la Revolución bolchevique en el establecimiento de la Unión Soviética. Albert Gore, padre del ex vicepresidente Al Gore, trabajó durante buena parte de su vida para Hammer. Albert Gore, desde su puesto en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, abortó varias investigaciones federales sobre las relaciones de Hammer con la URSS. Además, el multimillonario financió la carrera política de Al Gore, candidato a la presidencia de EEUU en 2000 y que, finalmente, fue polémicamente derrotado por George W. Bush.
El Comité Reece del Congreso de los Estados Unidos, encargado de investigar las operaciones de las fundaciones libres de impuestos, descubrió la implicación de estas supuestas sociedades filantrópicas dependientes de la banca privada, en la financiación de movimientos revolucionarios en todo el mundo.
El New York Times publicó que el conocido magnate Cyrus Eaton, junto con David Rockefeller, alcanzó varios acuerdos con los soviéticos para enviarles todo tipo de patentes durante la época de la Guerra Fría. Es decir, los especuladores internacionales estuvieron durante años enviando a la URSS capacidad tecnológica estadounidense para que pudiese seguir la estela de EEUU en la carrera de armamentos. Algo que ya denunció el senador y futuro presidente Richard Nixon en 1949, cuando Mao Zedong se hizo con el poder en China. En 1972 los banqueros le obligaron a sellar la paz con el tirano chino y dos años después le “expulsaron” de la Casa Blanca a través del escándalo del Watergate por haber opuesto demasiadas objeciones a la que se conoció como “la gran apertura a China”.
George Soros, es uno de los grandes especuladores de nuestra época, y digno continuador de los Rothschild, Rockefeller y Warburg. Resulta muy revelador recordar lo que el propio banquero Paul Warburg declaró en cierta ocasión ante los miembros del Senado estadounidense:
“Nos guste o no, tendremos un gobierno mundial único. La cuestión es, si se conseguirá mediante consentimiento o por imposición”.
La instauración de la Sociedad de Naciones, tras la Primera Guerra Mundial, precursora de la actual Organización de las Naciones Unidas (ONU), refundada después de la Segunda Guerra Mundial, fue el paso previo para el establecimiento de ese gobierno mundial del que hablaba Warburg.
En 1929, cuando se produjo la gran crisis financiera de Wall Street, inducida por los Rothschild, Rockefeller, Warburg, Morgan y los demás banqueros del trust internacional, el Partido Nazi contaba con cerca de 180000 afiliados y, en las siguientes elecciones generales obtuvo 107 diputados en el Reichstag o Parlamento alemán. Tras una serie de crisis gubernamentales provocadas deliberadamente, las elecciones de 1932 le dieron la mayoría al Partido Nacional Socialista con 230 diputados.
Los mismos especuladores que financiaron la Revolución bolchevique, fueron los responsables de la ascensión de Hitler al poder facilitándole el dinero para conseguirlo. Alguien puede objetar diciendo que esos banqueros eran de origen judío casi todos, y que los nazis eran marcadamente antijudíos. Las propias palabras de Rockefeller (de origen judío) explican esta aparente contradicción:
“Los negocios y las empresas deben estar por encima de los conflictos entre las Naciones”.
El Partido Nacional Socialista obtuvo todo tipo de apoyos desde los grandes bancos y trusts financieros. Los principales banqueros creían que sólo con Hitler en el poder se podría evitar que se llevase a cabo el plan de recuperación económica ideado por el doctor Wilhelm Lauterbach. El principal agente de los banqueros internacionales en esta operación fue Greeley Schacht, presidente del Banco Central de Alemania, y desde siempre vinculado a los intereses de la Banca J. P. Morgan.
Con su polémica renuncia al cargo, Schacht provocó una profunda inestabilidad política y, en apenas cuatro años, Alemania tuvo otros tantos gobiernos. El último de ellos, presidido por Von Schieicher, consiguió cierta estabilidad, desasosegando a los especuladores. Con el apoyo de Schacht, los banqueros consiguieron que Von Schieicher fuese destituido de su cargo de canciller y colocaron en su lugar a Hitler, fuertemente apoyado por la gran banca judía con sede en Wall Street. En 1933 Hitler consiguió el apoyo de más del 90% de los votantes, erigiéndose en Führer (caudillo) con una mayoría en las urnas apabullante.
En la famosa Noche de los Cuchillos Largos, uno de los asesinados, por supuesto, fue Von Schleicher, el único que podía hacer frente a los intereses oligárquicos de la banca privada que, unidos a las ansias de poder del nuevo canciller alemán, provocaron la Segunda Guerra Mundial en 1939.
Una de las incógnitas de esa guerra es saber por qué la aviación aliada, que contó con la supremacía aérea a partir de 1943, no destruyó las vías férreas que transportaban a los deportados judíos a los campos de exterminio.
Tal vez una de las razones sea que desde la segunda mitad del siglo XIX los judíos hasidim de Europa oriental controlaban el mercado internacional de diamantes, que amenazaba con desbancar al del oro, fiscalizado a nivel mundial por los Rothschild de Londres. Si el oro, como valor absoluto de intercambio, era substituido por los diamantes, podía darse un dramático vuelco en los mercados internacionales de divisas.
Por otra parte, los cientos de miles de judíos europeos a los que los sionistas querían convencer para que abandonasen sus hogares y emigrasen a Palestina para fundar allí un Estado hebreo, no lo habrían hecho de no haberse visto obligados por la amenaza de la persecución, primero, y por las dramáticas consecuencias del Holocausto, después.
Y esto nos lleva a tomar en consideración una maquiavélica ecuación histórica, una diabólica y trágica relación causa-efecto, según la cual, de no haberse producido el Holocausto, jamás hubiese llegado a fundarse el moderno estado de Israel. Repasemos brevemente los prolegómenos de la fundación del “hogar judío” en Palestina preconizado por los sionistas.
Un falso telegrama enviado el 16 de enero de 1917 por el secretario de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador en México, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial, sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mexicano estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir los Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue “convenientemente” interceptado por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al presidente Woodrow Wilson.
El contenido de aquel telegrama aceleró la entrada de los Estados Unidos en la guerra. Además, el mensaje fue enviado en un momento en que los sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad en Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el paquebote RMS Lusitania, un barco de pasajeros inglés. Varios cientos de pasajeros estadounidenses que viajaban a bordo, perdieron la vida. Muchos años después, ya en la década de los años ochenta, cuando la historia no interesaba a nadie, se demostró que el Lusitania, tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de artillería. La misión de “señuelo” del RMS Lusitania fue planificada y aprobada por el propio lord del Almirantazgo, Winston Churchill.
Además de involucrar hábilmente a los Estados Unidos en la contienda, los británicos prometieron a los influyentes banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas de Theodor Herzl, que si Gran Bretaña derrotaba a Turquía, apoyaría la creación del anhelado «hogar judío» en Palestina.
Por supuesto, ese «hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía internacional debía contribuir al esfuerzo de guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a los árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran Bretaña. Cuando acabó la guerra “donde dije digo, digo Diego y aquí paz, y después gloria”. Los ingleses se apropiaron de los territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que no se correspondían con las etnias que los habitaban desde los tiempos bíblicos, sino con los ricos yacimientos petrolíferos que contenían. A continuación, crearon una serie de maleables petromonarquías de opereta, y se dedicaron a explotar tranquilamente sus nuevos negocios. Básicamente, el sistema de alianzas establecido en 1919 ha perdurado hasta nuestros días.
El teniente Thomas E. Lawrence (el “Lawrence de Arabia” de la excelente película de David Lean) se mostró siempre crítico con aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de varios años, hasta que en 1935, aquel molesto héroe de la guerra del desierto falleció en un extraño accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por una solitaria carretera que atravesaba la bucólica campiña inglesa.
Entretanto, los judíos se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos del monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los británicos permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos (antibolcheviques) y europeos del este, ex ciudadanos del disuelto Imperio Austrohúngaro. A partir de 1933, el flujo migratorio de judíos alemanes a Palestina fue también considerable. Hasta esa época, la de entreguerras, la población judía en Palestina era mayoritariamente sefardí, descendientes de aquellos judíos españoles expulsados en 1492.
Terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina fue imparable y, recuerda inquietantemente, las fenomenales avalanchas de marroquíes y subsaharianos que han llegado a España en los últimos diez años. De hecho, la táctica empleada por los judíos europeos en Palestina, recuerda mucho la que están empleando ahora los marroquíes en Ceuta y Melilla: conseguir, a través de la inmigración, la mayoría demográfica necesaria para obtener su independencia o, lo que es lo mismo, en caso de las ciudades autónomas españolas, su integración en Marruecos.
Viendo lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de en medio y los judíos proclamaron el estado de Israel el 14 de mayo de 1948. El resto del problema es de sobras conocido.
Arthur Balfour creó un terrible equívoco en 1916, y esa artimaña diplomática de los británicos tuvo unos efectos catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los estadounidenses, “vendieron” a los judíos algo que no les pertenecía para saldar una vieja deuda de guerra.
En 1916 Wilson fue reelegido presidente de los Estados Unidos. Uno de sus eslóganes durante la campaña electoral fue: “Él nos mantuvo alejados de la guerra”. Pero sus intenciones eran bien distintas. El coronel Mandel House, agente del trust de la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados motivos eran estrictamente mercantilistas.
La banca internacional había prestado grandes sumas de dinero a Gran Bretaña, implicándose en su industria y en su comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio militar estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus agentes norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La mayoría de los grandes periódicos de la época estaban en manos de banqueros que eran sus principales accionistas. Si la excusa perfecta para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el hundimiento del USS Maine y la proporcionaron los periódicos sensacionalistas de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes en 1915.
La noticia fue magnificada por la misma prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había fomentado la intervención norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la Embajada alemana en Washington había publicado reiterados avisos advirtiendo que el RMS Lusitania transportaba armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra, situación que se daba también en alta mar, por lo que sus submarinos tenían orden de hundir cualquier buque que transportase tropas o municiones con destino a Gran Bretaña y sus aliados.
Todo fue en balde. Casi dos años después, en abril de 1917, bajo el lema “La guerra que acabará con todas las guerras” Estados Unidos entró en el conflicto.
Pero aquella lejana guerra de 1914-1918 no acabó con todas las guerras, como se dijo falazmente para engañar a la opinión pública. Fue, más bien, el principio de todas las demás guerras que asolaron al mundo a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de este siglo XXI, que no parece que vaya a ser mejor que el anterior.
Como siempre, los que manejan los hilos de la economía y la política internacional, permanecen ocultos entre bastidores. Y mientras la ciudadanía siga pensando que las crisis económicas y financieras, así como las guerras, se producen de forma espontánea, los especuladores tendrán asegurada su impunidad.
fuente: http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/64542/los-banqueros-bolcheviques